
Hay veces que pienso que lo peor de este país es una buena parte de sus habitantes. En esos momentos es inevitable sentir cierta pena de formar parte de lo que algunos llaman patria.
Los mexicanos siempre hemos tenido un contacto cercano con la violencia excesiva y el derramamiento de sangre irracional. No es casual que sigamos exaltando íconos como la piedra de sol que aparece en la moneda de $10 y que posiblemente fue un fetiche en torno al que se sacrificaron miles de vidas a merced del fanatismo religioso de los Mexicas.
Tampoco es casualidad que nuestro himno nacional recurra a excesivas onomatopeyas de corte violento para exaltar el amor a la patria. No se a ustedes, pero al menos a mi me daría mucha pena que mis hijos (si es que algún día los tengo) fueran obligados a cantar coplas como estas:
Guerra, guerra sin tregua al que intente
de la Patria manchar los blasones,
Guerra, guerra, los patrios pendones
en las olas de sangre empapad.
de la Patria manchar los blasones,
Guerra, guerra, los patrios pendones
en las olas de sangre empapad.
Lo anterior viene a cuento por la terrible noticia que tiene que ver con la masacre con tintes genosidas que una banda de delincuentes mexicanos (por no decir animales) perpetró contra 72 migrantes centroamericanos que tuvieron la osadía de cruzar por este país con la esperanza de conseguir un nivel de vida digno en Estados Unidos.
Hoy están todos muertos, ¡72 personas! Si de por si es difícil dimensionar 72 ataúdes dispuestos uno tras otro, imaginar la escena de 72 familias llorando a sus muertos resulta dantesca.
La pena, la enorme vergüenza de ser mexicano me llevó a subir en mi moto y dirigirme a La Casa del Migrante ubicada en el vecino municipio de Tultitlán. El refugio, fundado por los sacerdotes de la Iglesia de San Juan Diego se dedica a brindar alimentos y un lugar de descanso a los ciudadanos centroamericanos que llegan al lugar a bordo de los trenes de carga provenientes del sureste y que buscan abordar los vagones de carga que tienen como destino final la frontera con Estados Unidos.
El refugio se ubica en Cerrada de la Cruz #15, Colonia Lecheria, un barrio popular como muchas otras en la zona metropolitana, no fue difícil llegar pues se ubica en el anexo de la Iglesia de San Juan Diego. En el lugar, una modesta pinta sobre las paredes color salmón identifica a la modesta Casa del Migrante. En la entrada se anuncia el horario de atención: a partir de las 8 de la mañana y hasta las 9 de la noche. Ahí, los viajeros pueden pernoctar y descansar por un día entero, aunque en caso de que lleguen heridos pueden permanecer por más tiempo.
Héctor Vargas, el encargado del refugio me recibió y agradeció las donaciones de alimentos y ropa en buen estado que lleve. Héctor, me contó que debido a lo que pasó en Tamaulipas los migrantes tienen miedo y el flujo de personas ha disminuido considerablemente. También me explicó que de los 50 migrantes que llegaban diariamente al refugio, al momento de mi visita solo se encontraba 8 en el lugar.
Los migrantes tienen miedo de pasar por México. Muchos de ellos han desistido de seguir hacia Estados Unidos y regresan a sus paises por miedo a la delincuencia mexicana. Un golpe de realidad contra quienes muchas veces exigimos respeto a los derechos de los compatriotas que han emigrado a Canada y Estados Unidos, y que, nos guste o no nos guste, muchas veces resultan ser nuestros familiares o amigos cercanos.
Héctor me ofreció pasar a conocer el albergue, en el interior vi rostros cansados y con cierto hartazgo en su mirada. La apariencia de esas personas no es diferente a las que todos los días vemos en la calle o en el transporte público. La única diferencia es el acento en su voz y la atmósfera de melancolía y frustración que flota en el ambiente. Es triste decirlo, pero en el lugar se percibía una barrera defensiva que es sencillo comprender al imaginar todo lo que sufren en su peregrinar.
Me hubiera gustado cruzar un par de palabras con ellos, pero comprendí que no era el momento para hacerlo. Ellos no estan ahí por gusto propio y seguramente preferirían olvidar muchas de las cosas que podrían contarme.
La Casa del migrante consta de un salón de unos 5 metros de ancho por unos 120 de largo en el que se ubican alrededor de 30 literas y una área con sillas plegables en donde es posible distraerse mirando un pequeño televisor.
El refugio cuenta con ducha, sanitarios y un lugar para lavar ropa. Del lado derecho, hay un comedor en el que se sirven alimentos regularmente subsidiados por fondos donados por la diócesis local.
Héctor me habló de las carencias de la casa del migrante. Hace falta de todo, pero muy especialmente necesitan azúcar, café, papel higiénico, alimentos en grano y enlatados así como ropa en buen estado, particularmente ropa interior y calcetines. También son bien recibidas medicinas en buen estado y con fecha de caducidad vigente.
Después de dejar mi donativo, -que francamente se me hizo insignificante en relación a la enorme labor que hacen estos voluntarios- me despedí con la promesa de regresar e incentivar a otros motociclistas a que colaboren con donativos para el refugio.
Tal vez, lo único rescatable de lo que pasó en Tamaulipas sea el hecho que se dio a conocer.
Héctor me platicó que cosas como lo de Tamaulipas ocurren regularmente sin que nadie se entere. Por lo que, de alguna forma, sacar a la luz estos hechos terribles tal vez sirva para que los ciudadanos de a pie nos sacudamos el sonsonete del bicentenario y nos pongamos en movimiento para que este país de verdad mejore.
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