En el barrio de oficinas donde trabajo hay también, muchísimos restaurantes. Algunos son muy exclusivos y refinados, pero otros tantos ofrecen tarifas accesibles a cambio de un espacio limitado entre mesa y mesa. A pesar del ruido y la conglomeración de comensales, el restaurant uruguayo que frecuento ofrece una pizza a la leña lo suficientemente buena como para hacerme regresar alrededor de 4 veces al mes.
Hace unas semanas, mientras esperaba mi platillo en aquel lugar, una conversación proveniente de la mesa a mis espaldas llamó poderosamente mi atención. La voz de un hombre, al parecer acompañado de un par de compañeros de trabajo me hizo parar la oreja de manera morbosa:
- Pues yo lo único que he aprendido en este trabajo es que la única manera de lavar dinero sin que nadie se de cuenta es poniendo una tienda de antigüedades. Es que ponte a pensar, no hay manera de tazar el valor de un mueble viejo, el valor es totalmente subjetivo y no hay forma de rastrear o comprobar el origen de las piezas.
Su precio no se devalua ni está sujeto al tipo de cambio del dólar o del euro, todo lo contrario, por eso..."
La mesa de mi lado izquierdo, compuesta por un trío de Argentinos entrados en años y vociferando sus planes para vacacionar en el cono sur me hizo perder el rastro de la mafiosa conversación que continuaba a mis espaldas.
Me quedé decepcionado, y un tanto impaciente por escribir la historia que de manera casual se prologaba ahí mismo... a tan solo unos choripanes y unos cortes de vacio de distancia.
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Promete que si voy ¡me llevas!